
Esta es la segunda historia de “Dos historias de amor”. La primera la podéis encontrar aquí.
Este invierno ha sido bastante predecible en cuanto a lectura. He seguido el rastro de diferentes hombres que me han llevado por un camino muy frecuentado. Empecé un tranquilo paseo con el padre Brown, que resolvía crímenes “amables” mientras emitía sentencias como “tenía ambiciones y las llamaba ideales”. Después de este aperitivo, cambié a G. K. Chesterton por C. S. Lewis y su obra “El Gran Divorcio”, unos sólidos entrantes para lo que había preparado a continuación en el menú. Leí su visión de cómo la gente se condena a sí misma, cómo uno debe elegir activamente el infierno, que al parecer tiene la puerta cerrada por dentro1. Leí con bastante escepticismo las caricaturas de personas que presenta en el texto: ¿son las personas realmente tan estúpidas? Pero luego me detuve en seco, porque lo son. Algunos, no muchos, son realmente idiotas.
Llego al plato principal, una buena ración de Inferno, servida por el eterno Dante, quien, guiado por su poeta favorito, Virgilio, se encuentra con personas de todo tipo que han terminado aquí. Si el infierno de Lewis estaba casi vacío, la visión de Dante es un inframundo lleno hasta los topes, abarrotado de almas caídas en desgracia. Mientras desciendo por el infierno siguiendo a estos dos improbables compañeros de viaje, sigo leyendo, medio aburrida, medio indignada por la insensible enumeración de nombres de todas las personas que Dante considera dignas del infierno. Es inevitable preguntarse: ¿quién es este tipo para condenar a enemigos políticos, papas, guerreros y amantes? ¿Por qué Atila no era un candidato para la redención? Considerando el contexto histórico, la geopolítica de los tiempos que corrían y que la historia de Atila fue escrita en gran parte por los romanos, que tenían muchas razones para odiarlo pero no les faltaban manos para repartir hostias como panes, ¿estaba realmente más allá del perdón?
“No esperéis volver a ver los cielos” (canto iii)
Sí, el infierno de Dante está lleno, tanto que no puedo evitar preguntarme si el precio de entrada al cielo debe ser tan alto que debe estar casi vacío. Tampoco puedo evitar preguntarme sobre mi propio destino. ¿Me he cerrado yo misma la puerta del cielo?
De educación católica, divorciada y vuelta a casar, el Evangelio según Mateo 19:9 a veces me atormenta2.
He hablado de esto con mi hermana, que también hace las veces de mi confesora. No saco mucho el tema, quizá una vez al año, y ella siempre responde con: “No creo que vayas al infierno, eres una persona bastante buena”. Sin embargo, y aunque ella es la gran sacerdotisa del sentido común, la niña de 12 años que habita en mí necesita confirmación de la fuente3. En su último intento de darme consuelo, dijo: “Bueno, a decir verdad, eso es lo que ellos dicen que Él dijo ¡vete tú a saber!” Esto me hizo reír, recordando un meme que había visto no hacía mucho. También me recordó una conversación que tuve con P después de que repasara los 10 mandamientos en catecismo:
“Podrías confesarte, y ya está, mamá.”
“Creo que para confesarse, primero hay que arrepentirse, P.”
Por si acaso y como una dosis extra de feminismo, también le expliqué que creo que Jesús dijo eso para proteger a las mujeres de que sus maridos las dejaran cuando llegaran a la crisis de la mediana edad y decidieran abandonar el barco y conseguirse una esposa más joven, ya que las mujeres de entonces no eran económicamente independientes. Pero aquí podría estar cayendo en la pendiente resbaladiza del protestantismo de interpretar las cosas como mejor convengan a mi propia narrativa. Podría tragarme el infierno; ¿el protestantismo? Nunca.
También me impresionó mucho su maestra de escuela dominical cuando P le planteó el dilema y ella simplemente respondió: “pero ese no es uno de los pecados importantes, solo asegúrate de no tomar el nombre del Señor en vano.”
Esto me recuerda de nuevo al meme mencionado anteriormente. Ni siquiera somos capaces de cumplir ese mandamiento en mi casa.
“¡Nuevas heridas! ¡Viejas cicatrices!” (canto xvi)
Recuerdo unas Pascuas, cuando aún estaba en la universidad, y en la pequeña iglesia de mi pueblo organizaban una vigilia de Jueves Santo. Para los que no estéis al tanto, el Jueves Santo se conmemora el día de la última cena, pero también que Jesús fue encarcelado y torturado, y en esas horas de tremenda agonía, cuando todos lo habían abandonado e incluso Pedro lo había negado tres veces, nos turnábamos para rezar y acompañar a Cristo. Pues bien, en esa vigilia se repartían unos textos para ayudarnos a rezar. Recuerdo que uno de los textos seguía una especie de diálogo en el que Dios iba preguntando cosas y una en silencio iba contestando. Una de las preguntas era— ¿Y tú qué me cuentas? ¿Qué es lo que te preocupa? Recuerdo que al leerlo empecé a llorar, ese llanto silencioso del que se sabe amado y sabe que jamás podrá corresponder ese amor con la misma intensidad. Ese llanto de la certeza de que un Dios así no hay ser humano con la capacidad de inventárselo. Un Dios que se hizo hombre para sacarnos del hoyo en el que nos hemos metido solitos, y que encima de saberse condenado, en lo más oscuro de su soledad te está preguntado — “¿y a ti, qué es lo que te preocupa?” Para cargar también con ese peso.
Nunca me he sentido más comprendida que arrodillada delante del sagrario. Comulgar me daba ese consuelo que aquellos que entendemos que no sólo de pan vive el hombre podemos experimentar cuando te sientes tan amado por un Dios que se hace hombre en cada eucaristía. Eso es lo más cercano a hacernos divinos que jamás podremos experimentar.
Os podréis imaginar la frustración que siento por querer entrar a un club en el que no me quieren. Podréis decir —“no te han echado de la Iglesia”, y yo os contestaré —“necios, ir al banquete y no comer es peor que no ir.”
Pero rara vez pienso en estas cosas, solo cuando leo ciertos libros. Estoy segura de que mi hermana agradece que no la martillee demasiado con el tema, buscando respuestas que nadie puede darme. Sólo que de vez en cuando le rezo a un Diós que me pregunta:
“¿Y tu, qué me cuentas?”
“Pues mira Dios, ya que preguntas, te cuento que me jode lo que no está escrito que no puedas perdonarme porque no me arrepiento. Pero que sepas que a mi pequeña manera te quiero, y te echo de menos.”
“Ahora salimos y volvimos a ver las estrellas.” (canto xxxiv)
Creo que leer una novela de espionaje a continuación es de lo más recomendable. ¿Dónde está mi copia de “La Máscara de Dimitrios”?
No lo dijo en este libro; creo que lo dijo en “El problema del dolor”, pero “El gran divorcio” es básicamente una larga corroboración de esa idea suya.
No os preocupéis, os ayudo: Mateo 19:9: “Os digo que todo el que divorcia de su mujer, excepto en caso de inmoralidad sexual, y se casa con otra, comete adulterio”
Hace algunos años, cuando el papa Francisco estaba un poco más en forma y tenía la energía para abordar temas espinosos, hizo un vago intento. Escribió un libro entero que se decía que trataba sobre esto. Lo leí, y ya os digo yo qu eno iba de eso. Ni en un solo párrafo mencionó que las personas divorciadas pudieran recibir sacramentos como la confesión y la eucaristía (si os interesa, es “amoris laetitia”). La Curia no debe haber leído el libro porque montaron la de Dios es Cristo. No pisoteemos el césped, por favor. Se puede perdonar a un banquero o un asesino o un pederasta confesos, pero no a una divorciada impenitente...
Dos historias de amor.
Es febrero, para mí, el mes más cruel del año. Para combatir el frío y el hecho que los días aún son lo suficientemente cortos como para matar cualquier esperanza de primavera, una tiene que poner más leña en el …
Si tú vas al infierno, a mi me mandan de cabeza… Brindaremos con cazalla, que imagino es lo único que sirven allí. Pero no, no lo creo. Hay que perdonarse todos los días, Ana, lo decía Laforet.
Un profesor de religión nos decía que es más difícil dejarse perdonar que perdonar. Puede que algo de eso haya aquí. En cualquier caso, Ana, gracias por este texto.