
Es febrero, para mí, el mes más cruel del año. Para combatir el frío y el hecho que los días aún son lo suficientemente cortos como para matar cualquier esperanza de primavera, una tiene que poner más leña en el fuego y acercarse un poco más a las llamas, aún a riesgo de quemarse, para sentir la sangre circular por las venas. Así ha sido que C y yo nos hemos apuntado a clases de Lindy Hop. Una vez a la semana, los domingos por la tarde, para ser exactos, llamamos a la nanny y nos calzamos zapatillas para ir a bailar al ritmo de un compás de 8 tiempos, a veces de seis. Los profesores nos ponen en círculo y separan los líderes de los seguidores (para que nos entendamos, los líderes suelen ser los hombres, las mujeres las seguidoras). Cada vez que gritan “high five” tenemos que cambiar de pareja y así practicar con gente que baila diferente, mejor, peor o desastrosamente. C dice que le encanta que las clases sean en domingo, porque le dan la ilusión de que el fin de semana se alarga, pues de no ir a bailar, el fin de semana se acabaría tras la sobremesa del domingo que alargamos hasta que no tenemos más remedio que levantarnos de la mesa y empezar a preparar la semana. A mí las clases me encantan por ese y otros motivos, siendo el mayor de ellos que nos da la oportunidad de obligarnos a seducirnos el uno al otro tras 13 años juntos, tres niños y no pocos acontecimientos. El baile tiene esa cualidad de transformar los confines de nuestros cuerpos y hacerlos un poco más fluidos. Y luego está la música; quien no se haya enamorado a ritmo de swing no tiene remedio: abandonen el barco; aquí no queda esperanza alguna.
He de decir que ni C ni yo somos particularmente fluidos en lo del pasodoble pero ahí estamos, dándolo todo, y acabamos cada clase sudados y sonriendo. Mientras caminamos hacia casa desde el gimnasio de la escuela donde se dan las clases, nuestros pasos se coordinan al ritmo de la música que escuchamos aún cuando ha dejado de sonar: Step, step, triple step. Step, step, triple step.
Enamorarse una vez es fácil; enamorarse cuando compartes cuarto de baño requiere atención a los detalles. La observación de lo diminuto.
Yo observo a mi marido a diario. Observo cómo ha depuesto su hábito de dejar sus calcetines en el suelo del dormitorio tras múltiples conflictos seísmicos sobre el tema (a la millonésima va la vencida chicas, no os rindáis) y observo cómo sigue inventándose las historias en los libros para niños que tenemos en sueco, lo cual lleva a un inevitable “mamá, la historia no es así”1. Observo cómo sus gustos en música son de los más eclécticos y cómo sacrifica su tiempo ante el altar de cocina italiana, una religión para él.
Este verano descubrió a Xavier DJ en Spotify y me sometió durante tres semanas a un híbrido de cassette2 de lo más variopinto. Julio Iglesias se seguía de REM para luego regalarnos un poco de Kanye West. Este flujo musical tan heterogéneo me tiene intrigada y me pregunto sobre los entresijos de su cerebro. Observo cómo practica el ukelele hasta que el intro y outro de “Losing My Religion” invaden todos mis pensamientos. Observo cómo se mueve entre sus cazuelas y tararea canciones, y si una en particular suena en la radio, sube el volumen a alturas poco vecinales para luego dar saltitos levantando el brazo izquierdo al ritmo del compás de turno (C baila así todo tipo de música). Los niños lo miran tres segundos para luego unirse a él en los mismos movimientos convulsivos. “C, baja el volumen” digo exasperada. “La mamá no entiende que ciertas canciones sólo se pueden escuchar con el volumen alto” les explica a los niños.
Observo que si me levanto un sábado por la mañana y le pido un cappuccino, abandona lo que sea que estaba haciendo para cumplir mi deseo, y sospecho que lo hace únicamente porque tiene así una oportunidad más de manejar su nueva máquina de café semi-profesional, acertadamente bautizada como si de una diva italiana se tratase. La Ferilli, la Belucci, la Lolobrigida, la Loren, la Marzocco, la Arancilio, la Pavoni (hace tres nombres he pasado de actrices italianas a máquinas de café y ni os habéis dado cuenta).
Cuando compramos nuestra primera “la Pavoni”3, me miraba con recelo cada vez que intentaba manipularla. Era inflexible: “tienes que hacer el café como a ella le gusta”. En su momento observé que esta humanización de una máquina rayaba en lo preocupante. Últimamente he observado que este fetiche suyo ya no me inquieta porque los espressos y cappuccinos en mi casa saben ahora un poco a buen sexo. Sumerges los labios en la espuma y pasas la lengua por el labio superior y empiezas a pensar que tu marido podría estar engañándote con los electrodomésticos, pero eso no está tan mal, ¿verdad? Es como un trío en el que otra persona hace el trabajo y tú sólo recoges los frutos. Esto suena muy a JD Vance y su sofá4, pero supongo que en estos días que corren la política ha arruinado la literatura para algunos de nosotros.
Le leo mis notas y él levanta la ceja derecha con esa forma tan sexy que tiene. “¿Qué te parece? ¿Puedo publicar esto?”
“Ana, la gente pensará con razón que tú y yo no nos vemos lo suficiente, y que me busco la vida como puedo”, responde.
“C, la gente sabe que tenemos tres hijos pequeños, por supuesto que va a asumir que no nos vemos muy a menudo”.
“Tienes razón”.
Y así, bien observado, sé que no podría renunciar a este hombre.
C ni habla ni entiende el sueco, así que coge los libros y mira los dibujos y se inventa una historia más o menos plausible. Yo leo el libro como el autor pretendió que se hiciera y si C ha pasado por ahí antes mis hijos me miran con cara de “¿y tú por qué te inventas la historia?” Cuando les explico que no me la invento suelen contestarme “la de papá molaba más”.
Para los X-ers, ¿os acordáis cuando grabarnos un cassette de las canciones que nos gustaban era el paradigma del cool? Yo solía poner el cassette en la pletina e intentaba cazar las canciones en la radio al vuelo. Debería poner eso en mi CV, es una habilidad que pocos de los que estamos en el mercado laboral hemos desarrollado.
Para los que no estéis al tanto de la política estadounidense, durante la campaña corrían por ahí muchos memes sobre JD Vance y su sofá.
Tu mirada en esa foto, que él te traiga el café, bailar los domingos, que lea tu columna... Pues sí, es como para quedarse a vivir. ♥️
Es genial que compartixques el que sents per Cristian amb els teus lectors....una forma bonica de pensar que les teus experiències i els teus sentiments pugen alegrar a un altra gent. Desitge que tingues ixa il.lusio per el home de la teua vida per molts anys. T'estime.