Tomates. Fuente.
Cuando mi familia y yo volvimos de vivir en el Reino Unido, dominaba el idioma lo suficiente como para poder sentarme en clase de inglés y pasar del profesor. Esas dos horas semanales había que llenarlas discretamente con otra cosa, así que empecé a leer los ensayos del libro de texto que nuestro profesor ignoraba sólo para favorecer estúpidos ejercicios de gramática, frases verbales y declinaciones de verbos irregulares1. Leí un ensayo sobre la existencia de un museo en un pequeño pueblo de Girona (creo)2 que tenía el cuerpo disecado de un hombre negro como uno de sus objetos expuestos. Si no recuerdo mal, este pigmeo había llegado allí en el siglo XVIII (véase la referencia 2), cuando los hombres negros de baja estatura eran considerados una aberración de la naturaleza por una pequeña ciudad llena de gente blanca, analfabeta y poco viajera (no voy a entrar en lo problemático que es esto en sí mismo). En el siglo XX se produjo un gran debate sobre la responsabilidad ética de los conservadores del museo de dar a este hombre un entierro digno. Había dos frentes opuestos; por un lado, el grupo de personas que pensaba que el cuerpo de este hombre era una “antigüedad” y formaba parte de una colección de rarezas, y que destruiría el conjunto y el legado del donante de la “pieza” si se le enterraba. Por otro lado, estaban los que veían el cuerpo disecado de este hombre como lo que era: el cuerpo de un hombre que había estado vivo. No recuerdo si el ensayo llegó a explicar cómo los restos de aquel hombre habían acabado en un museo olvidado de la mano de Dios para entretener a una panda de payasos, pero lo que sí recuerdo, ya que está grabado para siempre en mi cerebro, es el último comentario del autor:
“Es la imaginación lo que se está extinguiendo en el mundo.”3
Lo problemático no era sólo la exhibición del cuerpo de un hombre como curiosidad, sino la incapacidad de aquellos que querían seguir exhibiéndolo como una rareza de mirar la cara, las piernas, las manos y los dedos de un hombre que había sido parido, amamantado y criado por su madre, e imaginarse a alguien a quien habían enseñado a cazar por los hombres de su tribu, un hombre que tal vez se enamoró y posiblemente tuvo sus propios hijos. Un hombre que, cuando desapareció, dejó a su familia preguntándose qué había sido de él, un vacío que no podía aliviarse con un ritual funerario en el que su gente se reuniera para celebrar quién había sido y asegurarse de que tenía todo lo necesario para navegar con éxito el más allá.
Mis hijos utilizan su imaginación con demasiada frecuencia, y eso estaría bien si no nos obligaran a C y a mí a utilizar también la nuestra constantemente. Estas incitaciones a “usar la imaginación” suelen empezar con preguntas como “¿Qué pasaría si viviéramos en Islandia y entrara en erupción un volcán?”. A veces, estamos tan cansados que la respuesta es: “La mamá no puede ni empezar a imaginarlo,” pero la mayoría de las veces acabamos haciendo una lista exhaustiva del kit que necesitamos para sobrevivir al suceso que nunca ocurrirá porque no hay volcanes en los alrededores. La otra noche, durante la cena, P y CA querían saber si podían adoptar un murciélago (la criatura más horripilante que me he encontrado jamás), y esta pregunta surgió porque P había visto un murciélago volando, lo que es muy común en mi pueblo natal. Teníamos que planificar dónde dormiría Puchi-Puchi (nombre elegido por CA), que iría al colegio con ellos y llevaría chaleco, reloj de bolsillo y se peinaría con la raya al lado. Por supuesto, luego teníamos que pensar cómo haría la pobre criatura para ir a la escuela, dados los ritmos circadianos de los murciélagos. Y así aprenden (esperamos) que vivir en Islandia puede ser un reto, pero comprenden que también es un país precioso precisamente por los volcanes, y aprenden que los murciélagos (y otros animales) son criaturas nocturnas que cazan y necesitan que respetemos sus necesidades y su entorno. Todo esto puede sonar a que somos unos padres fantásticos, pero no lo somos; lo juro. Gritamos y perdemos la paciencia tanto como cualquier otros padres (a veces, en la tranquila Suecia, parece que más que cualquier otro padre), pero la imaginación es la fuente de la empatía, y nos gusta que tengan doble ración de la primera para desarrollar la segunda jugando. El mundo parece tener una escasez crónica de empatía.
En mis lecturas sobre la ociosidad, escogí “Elogio de la ociosidad y otros ensayos” de Bertrand Russell. Uno de los ensayos se titula “El conocimiento ‘inútil’” que ensalza los beneficios del conocimiento que no tiene ninguna aplicación práctica, ningún otro propósito que el de ser disfrutado. No creo que Bertrand Russell entendiera este conocimiento como una acumulación de datos en nuestros cerebros que puedan ser vomitados sobre algún pobre incauto que sólo querían disfrutar de una cerveza en una terraza e hizo un comentario inexacto al azar sobre la llegada del hombre a la luna, sólo para ser sepultado con una avalancha de correcciones, fechas y datos contrastados. Entiendo que lo decía como el conocimiento inútil que uno adquiere en la tranquilidad de esas tardes perezosas cuando uno se bebe la mencionada cerveza y se pregunta cuándo la humanidad se dio cuenta de que la avena fermentada sabía bastante bien e hace una nota mental para ir a la biblioteca y sacar un libro sobre la cerveza y, mientras lo lee tranquilamente, aprende también los orígenes del nombre “cerveza” y “beer” y por qué las palabras son tan diferentes, tal vez incluso empezar a elaborar su propia cerveza, porque el cielo es el límite. Según Russell, este es el tipo de conocimientos que permiten disfrutar aún más de la bebida4.
Yo estoy con Russell; deberíamos recuperar el conocimiento “inútil.” No el tipo de “conocimiento” que uno “adquiere” en un lectura en diagonal en Wikipedia, eso sólo consigue matar todas las conversaciones entre amigos; sino el tipo de sabiduría discreta que se adquiere al pasar el tiempo con un libro al azar que cuenta los orígenes de palabras como tomate5, la composición social de los nidos de hormigas y cómo viven y entierran a sus muertos los pigmeos, y así, en el caso de que tropecemos con el cuerpo de uno expuesto en un museo, sabremos cómo honrar su vida y darle una despedida adecuada porque podremos imaginar cómo le hubiese gustado que fuese.
Vuestra en divina (im)perfección,
Ana (ocióloga en prácticas)
Vivimos en el Reino Unido cuando yo tenía entre 9 y 11 años y de nuevo a mis 16. Esta historia ocurrió durante una clase de inglés en mi colegio de España los 17 años. La forma en que enseñaban inglés en los colegios españoles en los 90 era deplorable.
No he googleado la historia ni su contexto para asegurar que los detalles son correctos ya que prefiero recordarla tal y como se quedó en mi memoria.
La frase que recuerdo decía “It’s imagination that is dying out in the world.”
Russell en su ensayo daba como ejemplo albaricoques y melocotones, pero ¿qué puedo decir? Al pensar en un ejemplo para esta carta, me vino a la mente la cerveza, quizá porque la estoy disfrutando de lo lindo este verano, aunque no tenga ni idea de cuáles son los orígenes de esta bebida.
Una de mis palabras favoritas que proviene de la lengua náhuatl, tomatl, compuesta por dos palabras, tomohuac = fruto; atl = agua, “fruto de agua.” Nunca una palabra expresó tan bien su significado. El náhuatl es la lengua hablada por los nahuas, uno de los pueblos indígenas de México.
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Qué maravilla descubrir el origen de los “frutos del agua” 🍅❤️
Me apunto tus lecturas para empezar septiembre. ¡Qué apetecible! Y lo del tomate me ha parecido pura poesía 🩷