La primera vez que vine en verano al sitio donde nació C, juré que sería la última.
C es originario de un pequeño pueblo localizado en la provincia de Mantova, en la región de Lombardía. Una parte de Italia conocida como la llanura padana, que se extiende desde los Alpes hasta los Apeninos; un valle recorrido por el río Po. Una tierra de una fertilidad increíble, con campos extensos de trigo, uva, manzanos, perales, maíz, cebada, remolacha y lo que quieras plantar, que te va a crecer. Una tierra de una humedad que jamás había experimentado previamente, que en invierno se convierte en una niebla espesa y en verano en un escenario dantesco. Yo, que soy valenciana, jamás creí que iba a decir esto, pero el verano mantovano es el peor que he vivido jamás. INSOPORTABLE. Tal es la situación, que cuando sopla el viento es peor que cuando no sopla, y lo llaman Caronte, como al demonio que cruzaba las almas en el Aqueronte, del Inferno de Dante.
Volviendo a mi primer encuentro con la situación que nos ocupa —el verano mantovano— P tenía apenas 5 meses y hacía tanto calor que no más nos atrevíamos a sacarlo a las 9 de la mañana. Lo llevábamos a un macro supermercado con aire acondicionado a dar vueltas para que se echase la primera siesta del día, así, fresquito, para luego volver a casa con un abanico de cosas que habíamos encontrado en los pasillos recónditos de la gran superficie; cosas que no necesitábamos, pero que habíamos comprado por puro aburrimiento. Así pasamos dos semanas.
A pesar de mi promesa, aquí me hallo, diez años más tarde, una vez más, para celebrar la boda de M, prima de C, que, tras cuarenta años arrejuntada con A —con el que comparte todo, incluso una hija de 26 años— le ha visto las orejas a la burocracia, y, por si acaso alguno se pone malo ahora que los años se aceleran para atropellarse los unos a los otros, casi que mejor hacerlo oficial, no sea que no los dejen estar juntos en el asilo, o pretendan que las horas de visita se les apliquen como a cualquier extraño. El 21 de junio, solsticio de verano, porque las bodas salen mejor en junio, ¿no?
Tumbada sobre el sofá, con la languidez del que no espera nada, observo a mi suegra moverse por la cocina. Mi suegra es una mujer que debe estar hecha de titanio, porque no acabo de entender cómo ha enfilado las piernas en esas medias de compresión de punto grueso.
Me siento en los escalones de la entrada de su casa. Así, el mármol refresca mis posaderas; siento las tuberosidades isquiáticas incrustándose en mis glúteos. Llevo aquí dos días y mi parálisis por calor me ha reducido a un guiñapo sin músculos que se mueve entre las sombras. Desde mi perspectiva observo los dibujos que se intuyen en el mármol. Sólo veo siluetas de cuerpos desnudos apilados, la misma imagen que me evocó leer Inferno, Dante otra vez.
Es irónico, o tal vez inevitable, que Virgilio naciese en Pietole, a tiro de piedra de donde me hallo agonizante. En realidad, no es de extrañar que Dante eligiese a Virgilio como guía en el infierno, porque el poeta mantovano ya estaba aclimatado. No os digo las coordenadas de la casa natalicia de C porque os veo peregrinando hasta aquí, exigiendo al ayuntamiento que convierta el lugar en casa-museo. Ya leo la placa, en bronce:
“Aquí pasó Ana Bosch, mártir, todas las Navidades desde 2014 y un par de semanas algún verano. Fueron las dos últimas las que la elevaron a los altares”.
Me levanto de la siesta. Es curioso, — me digo a mi misma mientras despego la lengua del paladar— juraría que para comer bebí agua, no tres litros de kalimotxo. La cabeza me da vueltas mientras me dirijo al baño para certificar que los surcos que cruzan mi cara son producto de la falta de líquidos post-letargo vespertino, no fruto de un envejecimiento precoz. Por curiosidad, me peso para confirmar que con el sopor postprandial perdí un kilo.
Empiezo a ponerme el corrector de ojeras. La ventana abierta de par en par, y aquí no corre el aire. Los churretes se forman según me aplico el mejunje. Desde mi llegada hace tres días mis poros han cuadruplicado el tamaño para permitir la salida copiosa de agua y electrolitos.
Deshidratación a tiempo completo.
Me lavo la cara y, en un ejercicio de dignidad, opto por pintarme no más la raya y ponerme rímel. Mi mala hostia se eleva por momentos. Qué buen humor para celebrar el amor eterno.
Ya en el banquete, le dejo caer a A lo mal que lo he pasado para aparecer en su fiesta.
‘Ana’ me dice con mucho cariño, ‘la próxima vez nos casaremos en noviembre, lo prometo.’
Llega el primer plato, risotto con funghi e radicchio. El prosecco es excepcional. Una ligera brisa nos acaricia bajo el pórtico de la vieja granja reconvertida en agriturismo-salón de fiestas, ubicada aquí por un arquitecto de antaño que debía saber lo suyo sobre orientación estratégica.
Ahora mismo, todo arde un poco menos. Hasta en el infierno se puede estar bien, si el prosecco se sirve frío y la compañía es buena.
Ay, Ana. ¡Es que me parto de risa con tus catastróficas desdichas! Un abrazo fuerte desde el otro lado del infierno (julio en Madrid) 🔥❤️
Creo en tu palabra de valenciana para saber que no exageras. Se me ha ocurrido una idea un poco loca, regalarle un aire acondicionado a tu suegra. O comprarte un ventilador con hélices tamaño helicóptero para tu habitación.
Ya nos cuentas.
Un abrazo