La Buena Muerte (1ª parte)
Lo que pensar en tu propia muerte puede hacer por ti y por tus miedos.
“Vanitas Naturaleza Muerta” por Pieter Claesz, 1630. La obra, como la muerte, es de dominio público Wikipedia.
Pequeños saltamontes, me queda una semana de vacaciones en casa de mis padres. Ahora que me preparo para dejar mi pueblo natal, quería dejaros con mis reflexiones sobre la forma definitiva de ociosidad. Porque nada dice “Descanso” como la Muerte.
El otro día estaba hablando con mi madre sobre lo que hace humanos a los seres humanos. Creo que la conversación empezó cuando P mencionó algo sobre ser animales, y yo respondí algo parecido a “Sí, pero somos un tipo especial de animales.” Pero independientemente del contexto, la conversación derivó en un análisis más profundo de por qué somos un tipo de animal cualitativamente especial. Yo dije la capacidad de crear arte; mi madre respondió la necesidad de enterrar a nuestros muertos con un ritual. Resulta que los antropólogos piensan que ambas son expresiones del rasgo que define a la humanidad: el pensamiento simbólico.
Según la Asociación Americana de Psicología, el pensamiento simbólico es la capacidad de pensar en objetos y acontecimientos que no se encuentran en el entorno inmediato. Implica el uso de signos, símbolos, conceptos y relaciones abstractas, como demuestran el lenguaje, la aritmética y la expresión artística o ritual. Los hallazgos arqueológicos sugieren que el pensamiento simbólico puede haber evolucionado en los humanos mucho antes de lo que se pensaba, posiblemente hacia el final del Paleolítico Inferior (es decir, hace más de 70.000 años).1
Básicamente, este pensamiento simbólico se manifiesta enterrando a nuestros muertos con ceremonias, expresando un nuevo tipo de autoconciencia con la ornamentación corporal y proyectando nuestras vidas y mentes a través del arte.
Pero fue la respuesta -la necesidad de enterrar a nuestros muertos con una ceremonia- la que se me quedó grabada.
Antes, la gente moría en casa, rodeada de su familia. Y la familia arreglaba el cadáver de la persona que conocían, lo lavaban, lo peinaban y lo vestían con ropas elegantes, como si el cuerpo fuera a una fiesta o a una ocasión solemne, que es exactamente donde iba ese cuerpo, a una fiesta para celebrar la vida de la persona que había albergado, a la ocasión solemne de su partida hacia un destino desconocido. Hoy en día, pagamos a terceros para que hagan todo esto. La mayor parte de la gente muere en hospitales o en residencias de ancianos2, y de los cadáveres se ocupan los trabajadores de las funerarias. Este proceso racionalizado se ha vuelto cómodo, eficiente y limpio; se podría decir incluso que aséptico. Y no estoy aquí para criticar nada de esto, de verdad que no, pero me parece que todo este asunto ha tenido una víctima fatal: la conversación en torno a la muerte.
Tiene sentido: ojos que no ven, corazón que no siente, ¿no?
Ya no hablamos de la muerte porque no pensamos en ella. Y vaya si la vida ha sufrido las consecuencias de ello. Es lo único que da sentido a la vida, y hemos desarrollado todo tipo de trucos para evitar contemplar el único acontecimiento por el que no podemos apostar si ocurrirá o no. No siempre fue así, por supuesto; esta actitud de “no hablemos de esto, y no sucederá” que es el paradigma del pensamiento mágico ha surgido, irónicamente, con el auge de los avances científicos y la intervención médica. No me malinterpretéis, me encantan los avances médicos. Me apasionan la prevención y la curación de las enfermedades, y si las dos anteriores no son posibles, la prolongación de la vida, siempre que venga de la mano de una buena calidad de la misma. Es inevitable ver muchos casos en los que la calidad de vida3 es una víctima fatal de esta lucha por el tiempo en la tierra, y esto se debe a muchas razones, todas las cuales escapan al ámbito de la carta de hoy.
Los avances de la medicina moderna han conseguido no sólo aplazar la muerte, sino también enlentecer el proceso de morir. 4
Quería referirme a dos de las razones que considero más dramáticas para tener esta esperanza equivocada de que la muerte no llamará a nuestra puerta: el culto desmesurado a la juventud y la falta endémica de imaginación que contamina nuestro cerebro colectivo.
He escrito sobre lo que pienso de nuestra adoración de la juventud y sus posibles consecuencias (enlaces más abajo). Sin embargo, creo que esta postura casi religiosa que adoptamos ante la juventud también podría ser consecuencia de nuestra creciente incapacidad para imaginarnos haciéndonos viejos, o, peor aún muertos5. También he escrito sobre la falta de imaginación y sus consecuencias en mi anterior post, así que ahora, ¿por qué la muerte? Pues porque yo pienso mucho en la mía, y cuando digo mucho, quiero decir MUCHO.
Posiblemente ahora estéis pensando: “¿Qué le pasa a esta mujer de mediana edad con sus pensamientos morbosos?” Pero es que en mi trabajo es inevitable pensar en lo inevitable: la enfermedad y la muerte. Por supuesto, esta deformación profesional puede ser problemática cuando uno piensa que todo es un cáncer, pero he superado esa fase. Me pasé la mitad de la carrera de medicina segura de que tenía un tumor cerebral, luego, durante la residencia, estaba convencida de que un vago dolor de cadera que tenía también era un tumor, y le pedí una radiografía a una colega del departamento de radiología, murmurando una excusa u otra, y la amable radióloga debía de llevar un registro de los residentes que pedían radiografías buscando cosas porque ni siquiera pestañeó, sólo dijo: “Claro mujer, vente para aquí.” Luego, trabajé estrechamente con un médico de atención primaria durante mucho tiempo, y cuando le comenté que todo el mundo parecía tener cáncer, me abrió los ojos: “Verás Ana,” me dijo, “después de todos mis años en atención primaria, me he dado cuenta de que, gracias a Dios, el cáncer no suele ser el diagnóstico de la gente.”
Pero el caso es que mis pacientes empiezan a parecerse a mí.
Le comenté casualmente a un cirujano de mama: “¿Soy yo o las pacientes con cáncer de mama son cada vez más jóvenes?” A lo que él replicó: “Eres tú, Ana; te estás haciendo mayor.”
Y es cierto, este inexorable paso del tiempo, por el que siempre estaré agradecida, ya que sin duda es mejor que la alternativa, me ha llevado a la mediana edad. Según Eurostat (página de estadísticas de la UE), en 2021, la esperanza de vida de las mujeres en Suecia rondaba los 84,1-84,9 años (dependiendo de la región), y en España se situaba entre los 84,4 y los 88,2 años. Así que, haciendo algunas cuentas rápidas y completamente erróneas, si no me aqueja ninguna enfermedad grave, me quedan 40,4 años de vida, 14.746 días, o en minutos 21.234.240, que es un número que se me hace corto, ya que, en términos matemáticos, no tiende al infinito.
Así que pienso en mi propia finitud al menos una vez a la semana; en los últimos seis meses, lo he hecho una vez al día.
La Danza de la Muerte de Michael Wolgemut. Obra de dominio público Wikipedia.
Y podéis preguntar: “¿Cómo piensas en tu muerte?”, pero es difícil expresarlo con palabras. No me imagino en un ataúd ni veo mi cuerpo sin vida tendido en una cama. Más bien pienso en cómo se las arreglarán mis hijos cuando yo no esté. Y entonces encuentro algo más de paciencia escondida en algún rincón desconocido de mi ser, y escucho por enésima vez esa canción de Nirvana que le encanta a P, o acaricio la dulce carita de CA cuando está llorando (otra vez) porque no puede dibujar bien las piernas de la niña que está pintando y le susurro “no podías hacer los brazos hace dos semanas y ahora los estás dibujando fenomenal,” o sucumbo a las exigencias de E de leerle un libro más. No tengo que arreglarles la vida, estarán bien aunque yo muera; sólo necesito estar aquí con ellos en este momento. Lo mismo ocurre con C; estará bien si yo muero, pero le cojo de la mano siempre que paseamos por la ciudad porque ¿quién sabe cuántas ocasiones más me quedan para cogerle de la mano?
Cuando digo que estarán bien, lo digo en serio. He conocido a (demasiadas) mujeres que sucumbieron a la muerte demasiado pronto, dejando atrás a hijos pequeños y maridos devotos, y fueron lloradas, pero aun así, la familia que dejaron atrás prosperó después. El amor es indispensable, las personas no.
Realmente pienso mucho en cómo uso mi tiempo libre: con un proyecto entre manos, leyendo un libro, escribiendo, corriendo al aire libre, con mi familia, paseando en la naturaleza, nadando en el mar, comiendo en un buen restaurante (pequeños saltamontes, la vida es demasiado corta para desperdiciar una sola comida en McDonald's, lo siento, pero los números no mienten), en casa, con amigos que me hacen reír. Eso es todo. Esa es mi lista de cosas que hacer antes de morir.
Como veis, intento hacer estas cosas, que son sencillas6 , la mayor parte del tiempo. Mi objetivo con la práctica repetida de lo que es importante para mí es poder decirle a la muerte con toda honestidad, ya sea a los 45, 50, 60, 70 u 80: “Puedes venir en cualquier momento; estoy preparada.”
Vuestra en divina (im)perfección,
Ana (ocióloga en prácticas)
PD: Estaba buscando en Google una imagen para este post y me topé con un artículo sobre una monja, la hermana Theresa Aletheia Noble, que ha iniciado un proyecto de «memento mori» en las redes sociales. El artículo está enlazado aquí, pero una cita de su devocionario resume perfectamente lo que os quería transmitir:
“Recordar la muerte nos mantiene despiertos, centrados y preparados para lo que pueda ocurrir: tanto lo insoportablemente difícil como lo impresionantemente hermoso.”7
Smith AK and VS Perijakoil. Should we Bury “The Good Death?” J Am Geriatr Soc. 2018 May; 66(5): 856–858.
Por cierto, eso de “calidad de vida” es de lo más subjetivo.
Ver artículo de la referencia 2. Traducción realizada con el traductor DeepL.com.
Típico problema del huevo o la gallina.
Pero no tan fáciles, una se deja atrapar por tonterías como el reconocimiento y las perspectivas profesionales, y el tipo equivocado de ambición.
Traducción realizada con el traductor DeepL.com.
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Mi abuela nunca temió a la muerte, y así nos lo dejó claro desde que tengo memoria. Pero, en sus últimos días, ya con más de noventa años, nos confesó algo curioso: que la muerte, justo entonces, no le venía bien. Tenía aún pendientes, pequeños desórdenes que quería poner en su sitio, como un armario a medio organizar... El miedo que a mí me acecha sin tregua es la idea de perder a mi madre. Supongo que uno nunca termina de estar preparado para eso, aunque sea ley de vida.
Me habría gustado colarme en esa conversación que habéis tenido madre-hija, por esa frase tan acertada de tu madre que ha dado directa en el blanco y por esa deformación profesional que te da una visión que los demás mortales no tenemos tan presente.
Un abrazo fuerte querida Ana y espero que sigas disfrutando del resto de tus vacaciones 🩷