P tomó la primera comunión el jueves pasado. Puede resultar un día extraño para una primera comunión, que de normal suelen darse los domingos, pero en Suecia, este jueves se celebraba la ascensión de Cristo y, por extraño que parezca, en el país más laico del mundo, es fiesta nacional.
Esta no es una carta que vaya de religiones, pero sí lo es una que va de ritos.
Va de cómo llevé a P a la iglesia media hora antes para ayudarlo a vestirse, y, por el camino, me preguntaba si me acordaba de mi primera comunión, y le conté que sí, que no sentí nada grandilocuente, pero que sí me emocioné un poco, y también le conté que la oblea se me quedó pegada en el paladar y no sabía cómo despegarla. Va de cómo P se reía con mi historia mientras caminábamos con el sol en la cara.
Va de cómo ayudé a P a ponerse la túnica blanca sobre su ropa, y ajustarse el cuello, en el que estaba bordada una corona con las letras IHS en el centro, en la cocinilla de la iglesia.
Va de cómo la catequista les explicaba a todos los niños que IHS significa Iesus Hominum Salvator, y de cómo, al recordar lo que significan esas palabras, el corazón se me estremeció por primera vez ese día.
Va de cómo los niños esperaban en fila fuera de la capilla, y de cómo la congregación vio pasar a los tres curas, los monaguillos, el diácono y las catequistas, para ir a recoger a los niños y hacerlos entrar en la iglesia, donde su comunidad les esperaba.
Va de cómo se me estremeció el corazón por segunda vez al ver entrar a los niños en la iglesia, con todos los asistentes levantados para recibirlos, haciéndoles ver que eran bienvenidos a la casa del Señor.
Va de cómo la iglesia estaba llena de padres y de niños de todas las edades, y de que las plegarias se entremezclaban con el llanto y la risa de los más pequeños, y de que su presencia hacía la Misa más solemne aún si cabe. Porque esto va de alegría.
Va de cómo la misa fue sencilla, directa al grano, y de cómo el cura no hizo un sermón rebuscado, sino que mantuvo la atención de los niños hablándoles de cómo Dios es grande, pero nos cabe en el corazón, de la misma manera que un paisaje es inmenso, pero nos cabe en los ojos.
Va de cómo el corazón se me estremeció por tercera vez al ver a P tomar la comunión por primera vez.
Va de cómo, después de la misa, nos fuimos los cinco a su restaurante favorito, y, por fin, se atrevió a pedir algo diferente al Pad Thai que suele pedirse, aventurándose a probar pollo desmenuzado y fideos de arroz planos cubiertos con una salsa agridulce, ligeramente picante y aceite de ajo. Va de cómo nos dijo: ‘A partir de ahora este es mi plato favorito.’ Y C y yo nos reímos porque lleva 5 años pidiendo lo mismo en el restaurante.
Va de cómo, después de comer, nos fuimos todos a casa a ver una película y echarnos la siesta.
Descubrí Ciudadela, obra póstuma de Antoine de Saint-Exupéry, a los 20 años, escondida en la minúscula sección de ficción que tenía la biblioteca de mi facultad de medicina. No mucha gente se prodigaba por aquella zona, tan fuera de lugar entre atlas de anatomía, tratados de fisiología y compendios de patología. Digo sección cuando, en realidad, se reducía a una estantería, pero que me dio cobijo los seis años que estuve estudiando la carrera. Volviendo al libro, entre vosotros y yo, no recuerdo demasiado bien el contenido, pero sí su forma. Me impresionó la belleza de las palabras. Me impresionó cómo Saint-Exupéry no parecía haberlas escrito, sino, más bien, me parecían palabras que una divinidad le dictaba, y él se limitaba a transcribirlas, medio en trance. De ahí que parezca un texto desparramado, sin un tema fijo, sin principio ni final, pero que, si prestas atención, te habla, sobre todo, de cómo el hombre está atado a la tierra y al cielo, y nada lo puede desatar. Pero sí recuerdo muy bien un fragmento, porque me explicó claramente esta condena del ser humano a vivir en el tiempo y cómo la sobrellevamos con ritos que nos acercan a nuestra otra naturaleza, la infinita.
Y los ritos son en el tiempo lo que la morada es en el espacio.
Pues bueno es que el tiempo que transcurre no nos dé la sensación de gastarnos
y perdernos, como al puñado de arena, sino de realizarnos.
Me acordé de este fragmento cuando vi a los curas pasar por delante de nosotros para recoger a los niños y luego guiarlos dentro de la iglesia. Se me antojó que, por fin, entendía el por qué de ciertas tradiciones, la importancia de manifestar con actos externos lo que se siente por dentro. Era como decirles a los pequeños: entrad, esta es vuestra casa, y los vuestros os esperan.
Las ceremonias nos elevan, nos recuerdan que estamos de paso, nos anclan, no a la tierra, sino al sentido que nos sostiene.
Pense que has disfrutad més de la comunió de P, que de la teua. A mi em.passà lo mateix. Algúns ritos serveixen per a recordar i/o reviure coses importants que ens ensenyaven quan erem xiquets però els anys passats i la vida cotidiana van arrinconant-los en algún lloc de la ment o del cor. Un bes.
Poco se habla de la monada de niña de la foto y del pelazo que se gastaba ❤️ Apunto ‘Ciudadela’ a mi lista de próximas lecturas. Gracias por la recomendación y felicidades a P por su primera comunión. 🕊️