Allá por el año 2012 me había mudado a Boston para hacer un postdoc en biología molecular. Fue allí que conocí a un violinista profesional reconvertido a economista.
No voy a entrar en el por qué de su transición de bardo a banquero, esa no es mi historia, pero sí os contaré las circunstancias que se dieron para conocerlo.
G (el artista capitalista) era el hijo de U, un muy amigo de mi padre. U le contaba a mi padre que su hijo se mudaba a Nueva York y aprovechando la tesitura iban a hacer un viaje por la costa este que incluiría Boston. Mi padre le comentó que su segunda hija trabajaba en dicha ciudad. Mi padre es un gran anfitrión y por supuesto entiende que su prole sigue su ejemplo, lo queramos o no. “¡No se hable más! Cuando lleguéis allí Ana os saca a cenar.” Toda esta planificación sucedió a traición, sin que yo tuviera voz o voto, mientras trabajaba 12 horas al día de lunes a sábado intentando hacer que mis experimentos funcionaran. Os podéis imaginar las ganas que tenía de salir a cenar con perfectos desconocidos en el poco tiempo libre que me quedaba. Pero el caso es que, siendo hija de mi padre, también soy una gran anfitriona, y a regañadientes cambié mi uniforme de camiseta y zapatillas por blusa y zapatos (los pantalones eran los mismos), me pinté la raya y me fui a conocerlos.
Tras sólo diez minutos de charla distendida, la que se da entre la gente de buen gusto, educada y que entiende que la vida hay que tomársela como llega, no pude evitar pensar que menos mal que había accedido a venir. Por nada del mundo me hubiese perdido conocer a esta gente, genuinamente interesante.
El caso es que G y yo nos caimos bien, esa simpatía que se tiene la gente de buen gusto, educada y que entiende que la vida hay que tomársela como llega, y además sin pretensiones románticas de ningún tipo; y cuando supo que me había mudado a Nueva York, con mi trabajo de postdoc y mi horario infernal a cuestas, me mandó un mensaje invitándome a cenar con unos amigos suyos a una barbacoa koreana muy “in” del Midtown de Manhattan. Acepté sin pensarlo, para luego calcular que menos mal que era principios de mes, porque la cuenta corriente me daba para una cena en un sitio chic, si bien quizá me tendría que pasar el resto del mes comiendo tortilla de patata1. Mi hada madrina, muy espabilada ella, debió susurrarme al oído que no fuese con vaqueros, que mejor un vestido y unos tacones. Saqué, pues, lo más elegante que tenía en el armario— un vestido verde de Zara que a pesar de su procedencia era bastante resultón y unas sandalias con tacón— me pinté la raya y me fui a conocer a los amigos de G. Éramos 6, porque con G llegaron dos chicos banqueros, la hermana cardióloga de uno de ellos y una amiga suya que no sé a lo que se dedicaba pero que dejó en mí una huella indeleble, la de la certeza de estar en presencia de la mujer más pija que jamás había tenido el gusto de conocer. He de admitir que si me hubiesen invitado a semejante reunión en mis 20 lo hubiese pasado fatal, porque no me despojé de mis inseguridades hasta principios de mis 30. La suerte quiso que me sentara a cenar con ellos ya en el año 34 de mi existencia, tras haber lidiado en muchas plazas y llegar a la conclusión de que soy guapa e inteligente y que la elegancia empieza con una cabeza bien amueblada, un espíritu crítico y haber leído mucho, sobretodo ficción2. Así que hoy puedo decir que compartir mesa con gente tan privilegiada económicamente fue, no sólo interesante, si no además muy divertido.
No os voy a aburrir con los detalles, sólo deciros que si podéis ir a una barbacoa koreana, no dudéis, la comida es exquisita. En este restaurante las mesas de piedra maciza tenían un grill justo en medio y nos asábamos nosotros mismos la carne y la verdura. Una experiencia culinaria excepcional. De la conversación me acuerdo que en cierto momento G hablaba de necesitar una recomendación para poder ser admitido en un club muy exclusivo de Manhattan (creo recordar que estaba en el Soho) y del que la cardióloga era miembro. La conversación derivó en una especie de competición sobre qué club de Manhattan era más molón, y yo estaba allí, en silencio, escuchando de lo más entretenida. Al ver que llevaba diez minutos callada, uno de los banqueros, que por supuesto no podía ver ni la etiqueta de mi vestido ni los números de mi cuenta, me preguntó que qué opinaba yo, a lo que no me pude resistir contestar con una enorme sonrisa que casi se transformaba en carcajada—“Yo pertenezco a un club muy exclusivo y totalmente gratuito. La biblioteca. Desafortunadamente no tenemos piscina allí pero tiene muchas sucursales por toda Nueva York. Os puedo escribir cartas de recomendación a todos.” Debí decirlo con la gracia de la que no siente pena de sí misma porque la mesa entera empezó a reír la risa desenfadada del que no se siente incómodo. Acabamos la cena y nos fuimos a tomar unas copas a un bar de esos en los que se sirven cócteles clásicos y ponen música insufrible. He de decir que G pagó mi cena y mis bebidas sin mediar palabra conmigo, con la elegancia de un perfecto caballero y la generosidad del que no espera nada a cambio.

G era un hombre de gustos polifacéticos y de amistades eclécticas, y en otra ocasión me invitó a tomar unas cervezas en un bar de Greenwich con otro amigo suyo, esta vez pianista profesional que se sacaba un sobresueldo afinando los pianos de cola de la jet-set del Upper West Side. Esta vez traje a mi amiga CL, de visita en Nueva York, y aparecimos con vaqueros y zapatillas, y he de decir que nos mimetizamos perfectamente con el ambiente. No hay nada como saber qué ponerse en cada ocasión (gracias mamá por esa educación de más que nos diste). La cerveza era buena, la música mejor, y la conversación de nuevo muy interesante. Allí fue cuando descubrí, de la mano de dos músicos que sabían de lo que hablaban, que el buen intérprete no deja sus sentimientos en una partitura. La destripa con precisión quirúrgica para empezar y acabar cada nota con exactitud matemática, y es así como consigue que su público se deshaga en lágrimas o se le estremezca el alma con sentimientos que ninguna palabra podrá jamás expresar. Allí fue que empecé a comprender lo difícil que es ser artista de verdad.
Aquella fue la última vez que vi a G en persona. No volvimos a quedar, él trabajaba más que nunca, y yo intentaba acabar mi proyecto a contra reloj para poder mudarme a Suecia en el plazo programado. Por otro lado, también es posible que nos moviéramos en círculos muy dispares, él en los clubs del Soho, yo en la biblioteca de la 67 con la Primera Avenida.
Ya hace tiempo que le perdí la pista; pero he de decir que desde aquella ocasión en Boston, cada vez que alguien me propone cenar con perfectos desconocidos, por poco que me apetezca despojarme de las pantuflas y los pantalones de chándal de andar por casa, siempre me pongo una blusa y unos zapatos, falda o pantalón, y me pinto la raya, para acudir donde el destino me lleve.
El sueldo de postdoc es irrisorio. Sobreviví en Nueva York porque el alquiler estaba subvencionado por el centro para el que trabajaba.
Es extraño como las mujeres que conocen sus virtudes no son tan apreciadas como las que van por la vida con ese encanto caracterizado por la inocencia acerca de sus talentos. La diferencia suele residir, no en que haya mujeres cándidas que no saben que son guapas o listas, es que lo saben pero afectan una ignorancia calculada.
T'has superat a tu mateixa. A Este escrit no li falta rés: bones experiències que compartir, gent interesant, educació i humor per tot arreu. La anecdota de la biblioteca es propia de una dona que sap estar en moltes situacions i gaudir d'elles, oferint genuinament el millor que te. Educació, molta cultura, pendre la vida com ve i saber vestirse per a cada ocasió ( en la medida de lo posible) es una mezcla innegable per a segui tinguent èxit en allò que vindrà. T'estime.
Ese momentazo en el que te sientes la protagonista de una película de Billy Wilder, con la frase más ingeniosa de la noche y el público completamente entregado. ¡Me habría encantado estar ahí para verlo!